Sobre estatuas y laicidades

No soy católico, pero he seguido con interés el desarrollo de la polémica en torno a la posibilidad de poner una estatua de la Virgen María en Montevideo. Se trata de una talla mariana que desde el año 2016 la Iglesia Católica ha tratado de instalar en la rambla de Buceo. Ya el año pasado la junta departamental de Montevideo rechazó el pedido y este año volvió a votar en contra, por 17 votos contra 14. La noticia tiene algo de sorprendente, como se ve por el hecho de que repercutió en la prensa internacional.  Pero sobre todo es un perfecto ejemplo de lo que sucede cuando la laicidad mal entendida se convierte en un laicismo que apenas esconde sus intenciones anticlericales.

Quienes se opusieron a la instalación de la figura, entre ellos un ex presidente de la república, plantearon que una estatua de carácter religioso en un espacio público atenta contra la neutralidad del estado en asuntos de culto. Es decir, si el Estado aprueba la presencia de una imagen religiosa en la vía pública, dicho Estado de hecho promueve la religión representada en la imagen. En concreto, si hay una estatua de la Virgen en la rambla, ese segmento de la costanera se convierte en una especie de templo público avalado por el gobierno. O por lo menos ese es el razonamiento.

Tal visión de la laicidad resulta sospechosamente selectiva: hay una estatua de la diosa africana Iemanjá en la mismísima rambla en la que no puede estar la Virgen católica. Pero, sobre todo, es una laicidad anacrónica, más propia de la Revolución Mexicana que del modelo participativo e inclusivo de la democracia moderna. Una democracia en la que se invita la participación de todos es una democracia en la cual los símbolos de identidad de todos los grupos son aceptados (dentro de los parámetros del orden y las buenas costumbres, claro). En concreto, el Estado plenamente democrático y participativo no señala el símbolo religioso como algo inherentemente indeseable. Más bien, su carácter religioso le resulta indiferente. Por ello lo trata como cualquier otro símbolo, y ante sus ojos, una estatua de la Virgen tiene el mismo valor que una estatua de cualquier personaje histórico o mitológico.

Es importante entender que la identificación negativa con la religión por parte del Estado atenta contra la promesa democrática tanto como lo hace cuando hay una identificación positiva. Hay que tener cuidado con los pendulazos. En un extremo del péndulo el Estado confesional favorece solo a un grupo religioso, limitando la libertad de los adeptos de religiones minoritarias o de los no creyentes. Esto es lo que sucedía en la España franquista. En otro extremo del péndulo el Estado anticlerical desfavorece toda manifestación pública de la religiosidad, limitando así la libertad de todos los creyentes y colocando en posición privilegiada a los no creyentes. Esto es lo que sucedía en la Rusia jruschovita. La solución feliz a este dilema radica en el medio: ni identificación positiva con una sola religión ni identificación negativa con todas. La forma de resolver el reto es permitir que todos los ciudadanos y grupos que conforman la res publica, esa cosa de todos, puedan expresar sus ideas, manifestar sus creencias y levantar sus símbolos, sean religiosos o no.

Por eso, aunque no creo en la Virgen María, entiendo que en una democracia plenamente libre, hay espacio para ella y para Iemanjá, para un fauno danzante y para un gaucho galopante, para Confucio y para Florencio Sánchez. La democracia moderna da cabida a todos ellos y a más.

(Nota: Este texto se publicó originalmente
el 18 de mayo de 2017
en el Facebook de Interreligiosos SUD)

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